Leer mientras se escucha:
No hay fotos que avalen que es un hombre nuevo, que guarda secretos sin estrenar. Ahora mira un horizonte simple, mira solo por encima de sus ojos grises. Imagina formas para dormir, para leer con una sola mano, para que los vecinos de viaje no acribillen su calma. No puede dejar de enumerar sus cosas, de reordenar mentalmente las palabras. Piensa, no sin aterrarse, que cometió algunos horrores, básicos, que un tipo como el no debería permitirse.
Parece que el micro se desprende de la terminal, y, por consecuencia, se desprende de la posibilidad de una despedida, de la posibilidad de que ella llegue corriendo por entre la gente, golpeando a alguno, quizás, y miré fijamente desde el andén. La ventanilla hermética de la butaca 37 y cuando los ojos se encuentren se cierre alguna historia, o se abra alguna. Nunca se sabe en estos casos.
Pero el colectivo no se mueve, a pesar del gruñido del motor, a pesar del olor a capitalismo, y la fuerza mental.
Va a ser mejor que haga un plan; porque tiene que pensar las cosas que puede decir cuando ella llegue y el baje corriendo por las estrechas escaleras del colectivo, tropezando un poco. Y cuando se paren uno enfrente al otro, sin tocarse. Y ella le cuente que encontró el libro sobre su mesada, que la dedicatoria le había hecho acordar a su infancia, a los lápices de cera, a la asfixia. Cuando ella le diga que esa dedicatoria le despertó un poco de amor, que, y cuando lo piensa en retrospectiva, adoró las cosas que compartieron.
Ahora si. Llegaste solo, te volvés solo, tiene sentido – piensa mientras las ruedas se despegan, mientras la ciudad se aleja solo unos metros, mientras cree verla fumando ahí, detrás de una de las puertas de vidrio, con el librito debajo de brazo, pitando cómplicemente. Aceptando que no les queda otra que dejarse ahí.
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