lunes, 10 de enero de 2011

Anexo I






¿Quién se atreve a enterrar al alguien con gorra? Los pueblos chicos son horrendos y me imagino que este no debe ser la excepción. Pero hay algo inquietante ahí, algo que no termino de entender. Algo sumamente pintoresco, y perturbador. Hay un relato sobre ese lugar que siempre me vuelve, siempre está presente: Cuentan que el tipo castigaba a su hijo con la parte de atrás del un machete, con el mango. Imaginen al niño en cuclillas, sobre un sillón de casa de clase media. Imaginen las lagrimas adolescentes penetrar la tela vieja, beige. Inevitablemente hay sangre, o algo parecido, algo que la piel abandona; pero el color es más oscuro, casi rozando lo negro. Lo extraño es la herramienta, es sumamente contradictorio, la imagen de militar recio, uno supone que esa gente no tiene esas armas en casa. Quizás hubiera estado bien que lo golpeara con el lomo de una biblia, creo que sería más correcto. La cuestión es que, obviamente, el pibe creció retorcido. El difícil, igualmente, no encontrar a un niño retorcido, pero hay diferentes niveles.



Si alguien conoce el sentido de la vida que lo escriba acá:

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En el relato hay un arma de fuego, un revolver, y todos tienen la tentación de nombrarla, y yo creo eso no tiene sentido. El calibre de una pistola se mide según la estupidez del portador. Aunque esta permanezca guardada, oculta, esperando su momento en la trama. Y los alumnos de secundaria son gente con una falta de amor impresionante. Quizás la alienante idiotez de encerrarlos en un cuarto diminuto, pretendiendo que aprendan consignas que ya no pesan, los vuelve insensibles. Como si estuvieran sacando toda la fuerza con una jeringa, pero el proceso es lento, desesperante. Algunos somos invisibles para esa gente, somos transparentes. Desaparecer es una sensación hermosa, sumamente reivindicatoria. La clase de gente que ama las cosas complejas, que ama el drama, ama las cosas imposibles, respeta al invisible. Pero hay formas de tomarlo.
Algunas personas creen que esta generación está llena de minihitlers, que la felicidad se ha atrofiado, que tomó formas que no pueden comprender. El otro día alguien dijo que los jóvenes “empeoran con los años”, que “ya no se puede arreglar el mundo así” ¿Usted cree que el mundo quiere cambiar? ¿Realmente? Nosotros lo aceptamos: el mundo no va a cambiar. Y eso no nos interesa. Y en el caso de que cambiase, tampoco nos importaría. Ahí radica nuestra magia, nuestra fuerza. Si no me importa, no forma parte de mí. Hay un switch en off donde debería estar nuestra esperanza. Así vamos a cruzar por la vida. Borrachos y muy drogados, muy drogados. Tan drogados que no queremos estar de otra forma, ni despiertos, ni dormidos, ni felices, solamente drogados ¿Y alguien se atreve a pensar que nosotros somos Hitlers? Somos peor que Hitler, o Stalin, o Bush, o todos juntos. Somos una especie peor. Somos desencanto, y eso nos hace terriblemente débiles; pero indestructibles.
En la puerta de su aula, con tan solo quince años, Junior espera a sus compañeros, espera que se apoltronen en sus pupitres, después de izar su bandera. No puedo describir su cara de rabia, ni la firmeza de su brazo derecho, que sostiene sin peso el arma de su padre (Ahora puedo ver mejor ¿Quién está empuñando ese revolver? ¿Quién cargo ese revolver? ¿Algo justifica que el hombre se aferre a la existencia así torpemente?) y con una sonrisa emocionada, casi cínica dice “Hoy va a ser un hermoso día”. Supongo que fue un hermoso día, Martes 28 de setiembre de 2004: La postal de la peor generación de la historia, los hombres y mujeres que andan por ahí sin ideales, sin pretensiones, sin entusiasmo, sin amor. Y lo peor de todo, sin calma.

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