lunes, 11 de febrero de 2008

Sobre los Domingos

Leer esto mientras se escucha:



And it's coming round

to run away or disappear

Era fácil escapar de la muerte, de los domingos y de toda esa angustia. La complejidad de sentirse mal se resuelve en una habitación convencional, escondida en alguna pequeña callecita, regada de mesas. Un suave jazz sale impaciente de los viejos parlantes colgados en un rinconcito abarrotado de telarañas. Viejas telarañas que el tiempo se preocupó en dibujar. La imagen suele ser desoladora; pero siempre hay melodramas en alguna mesa o quizás un silencio de tazas y cucharas. Un sobrecito de azúcar bien sacudido muriendo en la espuma de un café chico. Jorge pide café chico. Pero Jorge sólo escapa del frío, sólo por hoy habita el café, sólo hoy se derrumba ante los parlantes. Con la mirada perdida en la ventana imagina su casa, sus olores. El café para escapar del frío y la ventana para escapar del bar. El maletín de cuero negro colgado junto al gabán en el respaldo de una silla bien entotorada, un brazo agitado une la mesa con la boca, y se repite hasta que la infusión se agota. Jorge mira su reloj (esa costumbre espantosa) y con una pequeña convicción de atardecer se devuelve el maletín y el gabán. Sale despreocupado del bar, bajando por la vereda se pierde. No tiene ni un pequeño remordimiento de desolar la mesa, de abandonar la habitación, de dejar a un viejo trompetista atrapado.
Igualmente el café va a seguir ahí. Con sus discusiones, con el fútbol en una pantalla empolvada, con una heladera casi vacía y un cartel de Fernet Branca olvidado sobre el mostrador. No importa si vuelve Jorge. O si alguien vuelve a dibujar en una servilleta.

Si vos querés te cuento. Supongamos que podemos afirmar que fue todo una gran casualidad (o una congregación de pequeñas casualidades), que nada de lo que hizo estaba planeado. Imaginate*: martes, un frío de la concha de su madre, me dolían las manos; pero esperé en la puerta de casa como me había pedido. Una hora, una hora y media. Yo mirando para las dos esquinas, qué sé yo de donde venía. Cuando me quiero acordar viene bajando a los palos, con una cara de susto que ni te cuento. “¿Qué te pasa?” le pregunto “Nada, nada. Hola ¿Cómo andás?” así toda apurada me abraza y me agarra del brazo “Vamos, boludo” me dice. Yo entro a apagar la estufa y cuando salgo estaba en una esquina. Yo pensé que se había ido; pero me gritó desde allá y fui caminando. “¿No te podés apurar un poco?” me dijo con esa voz de impaciente que pone. “¿Qué te pasa a vos?” le pregunto; porque estaba re hiperactiva. Me miró y no me dijo nada. Empezamos a caminar sin sentido (o eso creía yo a esa altura). No me acuerdo de que hablamos; pero supongo que nada trascendental. “Vamos al cafecito, te tengo que mostrar algo”

No se preocupaba por las cosas, no tiene porque saber de la gente, de su psiquis o su estatus social. Rodillas en el cojín rojo, una silla audazmente acomodada junto a la ventana, los ojos grises mirando por el vidrio. El dedo índice en la boca, el sabor es dulce, memoria de empalago. Y así suele ser cada segundo de una bella tarde. Y no sabe que tiene que conseguir un amigo, una novia, una carrera, un auto gris con cierre centralizado y una linda bailarina para rellenar el espacio entre un espectáculo y otro. En realidad el vidrio es lo importante, las imágenes que por él se proyectan. En todo caso el vidrio es un simple nexo entre sus ojos y la vereda; pero hay que tenerlo en cuenta como parte de la escena. Lo importante de la vereda, en cambio, son las personas que pasan por ella. Se puede ver más de lo que se espera y esa es la emoción general. Si bien no todos hemos estacionado de esa forma por tardes enteras, siempre hay un vidrio a la calle contando alguna historia indescifrable. Osado éste que pretende esbozarlas desde el colectivo o un balcón.

Las plazoletas se predisponen para ese tipo de cosas. Feria de antigüedades. Domingo de plaza de pulgas; pero en Mendoza. Aunque el verano nos regaló una tarde bastante calurosa, la brisa nocturna trae un poco de frío, un poco de olor a hojas amontonadas. Camino arrastrando las suelas en las viejas baldosas rojas. Miro los mesones, los manteles blancos, las monedas y billetes, los jarrones-de-casa-de-abuela. Las pequeñas piezas que hacían de una hermosa casa, ahora desmantelada y reemplazada por pantallas de plasma, teléfonos celulares y otros muchos microchips que atienden a la señora. Me detengo en un abrelatas oxidado. Voy a empezar a guardar los míos.
Realmente no me interesa nada de eso, sólo prefiero ese camino al café. Pero eso también es parte del café: el camino. Los minutos antes de sumergirse en la desolación de un vaso de vino lleno. Porque quiero tomar en vaso. Los últimos mesones, los últimos minutos de plaza hasta la calle, y de la calle al bar.

No se puede abandonar la pena, no se puede dejar en una charla, ni en una cerveza con amigos. Y entonces acudimos al bar, porque es la única forma de sentirse mejor con eso. La ventaja del café es que podemos compartir la nuestra-pena con otras penas. Algunas más atroces, más alegres y, otras, solo tristeza de domingo.
Desde el mostrador algún mozo puede, dentro de toda su miseria, regalarle una sonrisa a Eduardo. Y en Eduardo, a todos nosotros.

(* Nota del autor: Solamente falta un dibujo, que, por razones lógicas, aún estoy esperando)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Malvado, el dibujo está, ahora, que vos seas quisquilloso con la calidad de Paint, es otra cosa. Yo cumplo.
Ay, es tan injusto.

(Bueno, tal vez podría ponerle más pilas, pero...)

Te amo, gordo gay.

Barrabasada dijo...

bueno el cto , tiene ese tipico estilo razo y llano , de nuestro querido antonio de benedetto , por mas que esto te ofenda , con la diferencia , que tu cuento esta bueno , y d e el no hay nada bueno.
un besote
lindo , el cto , muy nostalgico.