Leer mientras se escucha:
Las cosas que nos pertenecen no son más que una efímera sensación enferma de satisfacción. Y si, para mí es una inevitable verdad. Tener algo, ya sea un reloj de pulsera o un condominio en Lima, nos aferra a esta existencia. Nadie se pone contento al perder su cartera o billetera en el colectivo y por ese mismo motivo al dejar la tierra no nos pondríamos contentos abandonando todas nuestras pertenencias. Aunque también hay cosas completamente sentimentales que el hombre no quiere dejar en la tierra, sin ir más lejos pensamos en el picaporte oxidado de la puerta de nuestro cuarto. No, no muchos queremos dejar esos objetos tan preciados en esta tierra material ¿Quién se ocupará de limpiar el bargueño del abuelo? ¿Quién regará las plantas decorativas del comedor diario? ¿Quién alimentara a los gatos hambrientos del barrio? Y como estos infinidad de ejemplos.
Una angustia vomitiva es la que tenía esa tarde, a pesar de ser una de las tardes más comunes que me tocaba vivir en años. Me atrevo a decir que fue la tarde más común en años (y comprendo plenamente que al ser la más común fue, automáticamente, la más extraña). El sol bordeaba el pueblo con la intención de hacer entender que el invierno había llegado ese mismo día, esa misma mañana. El viento me humedecía la nariz que me limpiaba con la manga de un viejo saco gris que guardaba como un reliquia amarga.
El lugar designado se mostró apagado y sucio, tanto que dudé si quedarme o seguir mi camino habitual, sin vos. Pero, claro está, me senté en un rincón, como alguien que quiere escapar, como alguien que está completamente incomodo. Fijé la mirada en es suelo rojo, los dibujos de los azulejos casi me hipnotizan, me mantuve mirando un tiempo que ahora no puedo recordar claramente. Empecé a deshilachar pensamientos absurdos e inconsistentes, vacíos.
Pude verte cuando ya estabas a unos pasos de mí, cuando levante la cabeza por una casualidad absurda. Examiné todo tu cuerpo con atención suprema, implacable. Empecé por tus sucias zapatillas rojas y sus cordones casi desatados y los pequeños hilos de algún pantalón de Jean. Ya podía ver tu cintura grotesca y tu cinturón rosa y negro, hasta los bolsillos delanteros de un buzo rojo que se arrugaba justo donde las tiras de la mochila increíblemente pesada reposaban. Casi pude ver una remera negra bajo el buzo y tu cuello completamente blanco. De tu rostro tengo once millones de detalles, cada sombra que tus pómulos generan, tus cejas hermosas y tu boca rosa casi transparente.
Muchas veces renegamos la constante perdida de pertenecías mundanas: una caja de fósforos, un pedazo de papel para limpiarnos la nariz, los lápices que nos robaron, el filo de una tijera, las bolsas para tirar la basura, las luces del árbol de navidad, un elástico para atarnos el pelo, el boleto capicúa del colectivo, la punta dura de los cordones, las monedas del vuelto, el foco de la cocina, los ceniceros, las maderas de la cama, los tornillos de los aparatos, el blanco del mantel, un vaso, los recuerdos de Bariloche, los autoadhesivos de los chicles, las hojas de una vieja carpeta, un señalador, el seis de basto, las perillas del horno, las cajas de los discos, el cepillo de dientes, la revista del supermercado, la colección de caracoles y de monedas, las fichas del poker, las medallas de graduación, la manija de la cómoda, los pañuelos, las almohadas, el ruedo del pantalón, el shampoo, el dedal, las pilas del control, el par de la media, los colores del televisor, las botellas de cerveza, la cuenta del almacén, el hipo, el aire, el rosario, la remera preferida, un número anotado en un papel, la foto de la madre, el frasco para la salsa, la bombilla, el mate, las patas de la silla, la maceta, el vidrio de la puerta, el balde de regar, los huevos y una cantidad de cosas que no puedo recordar.
Y nadie reniega de muchas cosas realmente necesarias, completamente necesarias.
Volví la mirada al suelo, me apagué. Me tocaste el hombro amablemente y me dijiste “vamos”. Me levanté rápido y caminamos de la mano hasta la esquina. Te saludé amablemente y me tocaste la meguilla con amor, con tu mano fría “Necesitas unos guantes negros o una bufanda”. No recuerdo haber hablado.
Cruzaste sin mirar a tu alrededor, creo que los autos no te hubieran hecho nada, y sin mirar atrás. Yo me quedé mirando desde la esquina con una horrible nausea. Cerré los ojos y cuando los volví a abrir ya no estabas. Creí oler la estela de tu perfume, aunque nunca me atreví a preguntarte si alguna vez usas.
Me di vuelta y caminé hacia el rincón, sentí unas inigualables pocas ganas de vivir, una angustia tan exagerada que no pude evitar llorar un poco. Me senté en el mismo lugar, que parecía más iluminado, contando con la mente los segundos que pasaron desde que te dejé de ver.
Cuarenta,
Cuarenta y uno,
Cuarenta y dos,
Cuarenta y tres,
Cuarenta y cuarto,
Cuarenta y cinco,
Vomité tan fuerte que creí que el hígado o el pulmón iban a salir por mi boca. El vomito y se mezclaba con la sangre que salía de mi nariz. Y el vomito se volvió sangre. Manché el saco y el suelo, y a una mujer que pasaba.
Cuando perdemos cosas importantes casi nunca nos interesamos y, más común aun, nos parece alegre. Y nada nos preocupa tanto como el cheque asqueroso a fin de mes o la nueva televisión que nos habla, nos da consejos y nos cuenta chistes. Y las verdaderas cosas, las cosas completamente hermosas, se pierden a cada instante. Sin ir más lejos ahora está perdiendo un montón de letras. Y mejor no hablo de las conversaciones en la mesa al almorzar o el silencio de los amigos, o la forma en que se diluye un acorde en el viento, una poesía en las páginas de un libro viejo. La mañanas de agosto, diciembre.
El tiempo es lo único que nos pertenece completamente. Y es tan cruel: lo estamos regalando.
3 comentarios:
sin lástima!!!
Ya era hora, maldita rata mugrienta, de que actualizaras. Tu egoísmo parece que no te deja ver que hay otras personas que nos gusta leer lo que escribís y que si se quedan las cosas guardadas en un archivo del block de notas no ganamos nada. A ver si te ponés las pilas y complacés un rato a nosotros, los fans pedorros de sumuerte.com.
Ay, amore, dejo de pasar unos días por el blog, y me encuentro con que el feo de Zac Efron te ama.
Una locura.
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