miércoles, 29 de febrero de 2012

Colegiales


Hace dos semanas
que espero
que venga el electricista.
Y ya casi estoy acostumbrado
al zumbido
de alta frecuencia
de la A.M.
y a las discusiones del Sapo y Salvador
en la mesa de pool.
La cerveza no se enfría nunca,
y el dueño del bar
está de vacaciones
en Punta del Este
y yo estoy atrapado acá.
Alguien se sienta en la mesa cuatro,
es martes a la noche,
y el lugar parece un cementerio;
pero menos elegante.
En fin.
El muchacho de la cuatro
me paga con billetes gastados
y un par de monedas.
Quiere cerveza,
que está caliente,
y yo siento vergüenza por eso.
Pero se la vendo igual,
y el se la toma igual,
mientras mira de reojo
como miro de reojo
el dvd de los Clash en Shea Stadium
que compré en parque Rivadavia.
Parece cansado
y un poco triste,
pero con un brillo perturbador,
oscuro.
Voy a ofrecerle un cigarrillo,
y voy a intentar animarlo.
Lo miro y le ofrezco uno,
sin hablar.
Acepta.
Está desesperado por fumar.
Se queda en la barra,
y hablamos un poco,
y sigue fumando
de mi paquete
que es el último antes de empezar
a dejar.
Es simpático.
Habla y se ríe
y maneja una erudición pop
de barrio, que me encanta.
Tomamos otra cerveza,
y el reloj avanza,
y el Sapo y Salvador
están en esa etapa de la noche:
uno insulta al otro a los gritos
“Ustedes traicionaron al General,
por eso los echó de la plaza”
Yo les digo que no griten,
y que ya no les voy a vender más.
Se van.
Y ahora es solamente la mesa cuatro
y yo
hablando de Mendoza,
de Huxley.
Nos reimos fuerte,
intentando tapar al locutor
diciendo la hora.
“Son las 6:00 de la mañana
en la Ciudad de Buenos Aires”
Empieza el himno en cadena nacional,
y yo tengo que cerrar y volver a la pensión.
Me paro e instintivamente coreo
la parte instrumental del himno,
y Tomás
(así es el nombre de la mesa cuatro)
me acompaña,
y los dos parados en la puerta del bar
mirando el 168
repleto de obreros de la construcción
y madres que llevan a sus nenes
al colegio
cantamos a los gritos,
con la mano derecha  abierta en el corazón:
“¡Oooo juremos con gloria morir!”
Cierro el bar.
Bajo las cortinas
y apago las luces.
Tomás camina calle abajo
zigzagueando, un poco ebrio,
un poco cansado.
Tiene un paso firme,
convencido.
Yo camino para el otro lado,
pensando en Chejov,
y entristeciéndome por el amanecer.
Abro la puerta de mi pieza.
Hay olor a transpiración
y pachulí,
un plato tirado en el suelo con las sobres del almuerzo,
y cenizas de cigarrillo.
El foco incandescente titila
y el zumbido es cada vez más agudo.


No estoy
preparado
para algo
tan hermoso.

1 comentario:

Barrabasada dijo...

Muy bien. Carajo, muy bien. Yo tampoco, te lo juro.